Lola Muñones

Obra para la exposición colectiva “Mirall”, en el Diluvio Universal, por el Día Internacional de la la Mujer, el 8 de marzo del 2019.
Inspirada en un texto Lola Muñones, escrito por Maruja Torres en 1987. 

LOLA MUÑONES

“(…) Era una mujer emancipada, típico producto de la segunda mitad de este siglo (el XX), inteligente y capaz. Había estudiado con denuedo y conseguido como premio a sus esfuerzos una interesante profesión que no viene el caso mencionar pero en la que se movía como pez en el agua, recibía plácemes por arriba y por abajo, e incluso la hizo disponer de una situación económica de esas que se suelen calificar entre holgadas y envidiables.

Tenía todo lo que una mujer liberada puede ambicionar. Ideas respecto al mundo que la rodeaba, varias habitaciones propias con vistas, dinero y hasta a Ruphert cuando lo necesitaba. Pero en su vida existía un gran vacío. Le faltaba un hombre. No es que Lola careciera de éxito entre el sexo generalmente opuesto. Ningún problema a la hora de ligar. Pero, ¿dónde estaba ese varón impecable dispuesto a ofrecerle un anillo con una fecha por dentro, capaz de darle de cuando en cuando el reposo de la guerrera con derecho a pantufla? Los hombres no se querían comprometer con Lola. Algo habrá hecho, comentaban las comadres. Ella misma, desesperada, se decía: “Algo habré hecho”. Aunque no lograba descubrir qué.

Hasta que un día, ocurrió. A Lola, en pleno desarrollo de su quehacer profesional, se le cayeron las gafas y sin darse cuenta las pisó. Como era la suya una miopía bastante considerable, lo primero que hizo a continuación fue darse de bruces contra un archivador. En ese momento, cinco varones de la oficina, cinco, se levantaron como el rayo para socorrerla. Durante esa jornada en que permaneció sin los lentes, Lola recibió más atenciones varoniles que en toda su vida anterior. Por la noche, ya en casa, Lola –que no era tonta-, reflexionó. Y decidió no ir al óptico para que le hiciera otras gafas.

La vida empezó a ser, en el capítulo de galanterías, infinitamente más placentera para ella. Los hombres, en vez de tratarla como a una igual y luego desaparecer empavorecidos, iniciaron una nueva fórmula de relación, esa mezcla de protección e indiferencia con que se suele uno dirigir a la mujer todavía considerada sexo débil y de 

 

a que se espera admiración y flojera. Por supuesto que Lola solo les miraba con arrobo porque no distinguía bien entre Juanito y Pepito, pero ellos no se percataron. En el transcurso de la primera semana de voluntaria cegatez a Lola le salieron dos pretendientes relativamente serios.

Lo de la miopía, con todo, no era suficiente. Uno de los pretendientes huyó a uña de caballo cuando Lola comentó, entre tinieblas, que las opiniones del susodicho respecto al índice de inflación le parecían una estupidez, y el otro parecía haberse acostumbrado a verla andando siempre a tientas. Aterrada, de nuevo se hizo la fatal pregunta: “¿Qué he hecho?”. Comprendió que lo de las gafas estaba superado. Y tras mucho barruntar, cogió el cuchillo eléctrico Moulinex y se cortó las dos manos. A la mañana siguiente cuando llegó a la oficina con los muñones bien cauterizados y vendados, no cinco sino diez galanes la rodearon obsequiosamente. Y el pretendiente que parecía más fijo redobló sus encantadoras muestras de protección y ternura.

Así fue transcurriendo el tiempo. Poco a poco, la buena de Lola iba constatando que cada vez que cometía un lapsus y emitía una brillante opinión había un inexplicable retroceso en sus relaciones con los hombres, y especialmente con el que parecía más atraído por ella. Y cada vez que eso sucedía, Lola no tenía otro remedio que amputarse nuevamente algo. Ahora una pierna, ahora otra, ahora una oreja, ahora otra. En la empresa la metieron en el seguro de invalidez total y permanente, y ahora ya estaba en casa, hecha un tronquito, aunque eso sí, feliz, porque él la visitaba cada día y le traía flores y bombones.

Lamentablemente, una tarde ella le comentó que en vez de tanto dulce preferiría un libro y él estuvo 15 días sin aparecer. Cuando lo hizo, la unión de la pareja se consolidó para siempre, porque él le entregó una caja de marrons glacés y ella le obsequió con el objeto de su última amputación: la lengua, metida en un precioso estuche damasquinado.

Se casaron en los Jerónimos a la semana siguiente. Él la llevaba en brazos, envuelta en tules. Y pensara lo que pensara, Lola Muñones estaba radiante y parecía feliz. Y es que todas las novias resultan guapas el día de su boda.”

 

Lorem ipsum dolor sit amet, consec tetuer adipiscing elit, sed diam nonummy nibh euismod tincidunt ut laoreet dolore magna aliquam erat.
Categorías
Follow Us
Follow us on Instagram
Comentarios recientes